Versión para imprimir 14/09/10



En donde encontrarán a distintos “representantes” de un oficio particular para que relate cuáles son las actividades concretas que realiza, qué características tiene el ejercicio de ese oficio dentro de la producción local y, modestamente, que propongan cómo sería una práctica laboral ideal.

 

El primer alumbramiento – Notas preliminares

 

Por Inés Bortagaray[1]

 

Según Robert Bresson una película nace tres veces; durante la escritura del guión, en el rodaje y en la edición o montaje: “… la película nace en la cabeza y muere en el papel. Después revive con personajes vivos y objetos reales que se mueven al fijarlos en la película. Luego proviene el tercer nacimiento que no existe en el teatro cinematografiado, es el que se ha fijado en la película. Los sonidos y las imágenes adquieren de golpe una especie de vida que es una palpitación que viene de la transformación constante de las imágenes en contacto. Y esa es la verdadera.”

El guionista, según esta visión, participa exclusivamente del primer alumbramiento. Es padre o madre; al profesionalizarse eventualmente es tutor.

Aunque hay varios directores de cine que ven en el rodaje una oportunidad para que la historia encuentre su cauce, su tono, sus digresiones (los accidentes son casi convenientes en el escenario de una obra abierta), otros se aferran al guión y lo respetan como si fuera la Biblia, y ellos, los devotos más encendidos. Hitchcock decía que el rodaje era un trámite fastidioso y que para él la película ya estaba hecha cuando el guión estaba terminado: “Siempre me he vanagloriado de no leer nunca el guión mientras ruedo una película. Me sé completamente de memoria el film. Siempre he tenido miedo de improvisar en el plató, porque en ese momento, aunque hay tiempo para nuevas ideas, no lo hay para examinar la calidad de estas ideas. Hay demasiados obreros, electricistas y tramoyistas, y soy muy escrupuloso en lo que se refiere a los gastos inútiles. Realmente, me siento incapaz de hacer como esos directores que hacen esperar a todo un equipo mientras ellos permanecen sentados pensando; jamás podría hacer una cosa parecida”.

Lo cierto es que en la vida de una película el guión, por más firme y respetado que sea, debe desaparecer. Es transitorio por naturaleza. Y todos queremos que la película sea mucho mejor que el guión. Un guión con más verdad o encanto que la película terminada delata una falla irreversible, contraría el designio natural de la obra, encarna un fracaso.  

A veces todo nace de una imagen, un emblema, la impronta que abre una pregunta que necesitamos contestar, y que va encontrando su continuación, guía y sentido durante el mismísimo proceso de la escritura. Otras, el origen está en la premisa. Dos jóvenes de dos familias enemigas se enamoran. Un extra muy torpe es invitado por error a la fiesta de un productor de cine. Una niña queda prendada de un pez dorado en vísperas de Año Nuevo, y hará lo imposible para verlo nadar en el estanque de su casa esa noche. Un padre de familia, buen esposo y trabajador ejemplar, es víctima de una agresión fortuita que lo arranca de su refugio y reaviva una capacidad dormida de matador. Etcétera.

Empezamos a escribir. Estamos apurados por escuchar la voz de los personajes, y muy pronto los hacemos dialogar, y comenzamos a desarrollar la historia en escenas, e intentamos que cada escena cuente algo. Si nos sentimos intimidados o desbordados por este dispositivo, si todavía ignoramos cómo hablan los protagonistas o tenemos dudas sobre el espacio y el tiempo del recorrido, quizá nos resulte más sencillo desarrollar el argumento, la línea histórica de los acontecimientos. En ese caso nos inclinaremos por escribir un tratamiento que da cuenta de cómo empieza, cómo sigue, y con suerte cómo termina la historia. El tratamiento será un sistema o un esqueleto que luego iremos rellenando, dotando de voz, de cuerpo, de tono. El trabajo (especialmente pasadas las primeras diez o quince páginas de vorágine) puede ponerse especialmente arduo, pero deberemos ser tenaces. Mientras tanto, es aconsejable escuchar, mirar muchas películas, encontrar el árbol genealógico que uno dibujaría para la que quiere narrar, detectar los aires, los parentescos, lo que queremos evitar, atender lo que sucede en la feria, en el ómnibus, en la cola para entrar al cine… Ésos son magníficos escenarios que pueden enseñar mucho sobre cómo hablamos, sobre la naturaleza cotidiana del absurdo, y de paso ampliar las fronteras de lo que estamos contando. Nuestra inventiva sólo se enriquecerá si escudriñamos.

Todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”, decía León Tolstoi. Esa manera particular de infelicidad es lo que nos atrae, lo que vamos a auscultar en la trama. Porque lo cierto es que nuestros personajes serán siempre personas en problemas, el epicentro de un conflicto. Incluso si queremos contar cómo alguien carece de problemas, cómo alguien es feliz, feliz, feliz, y sabe disfrutar a diario de las pequeñas cosas de la vida, estaremos hablando de un problema. El problema de convivir con un mundo hostil, triste, esencialmente injusto; la inocencia que se ampara con esfuerzo, con una decisión que se renueva cada día; los malos entendidos; Endaha[2].

Necesitamos saber la manera personal e intransferible que tiene nuestro personaje de anhelar algo, sufrir por algo, verse envuelto en un lío. Nuestro sentimiento como artífices es quizá contradictorio –piadoso y al mismo tiempo lacerante–, puesto que hemos de enfrentar a alguien a una dificultad. Y por lo general le tenemos cariño a nuestros personajes (la falta de cariño se nota, y suele ser atroz).

La noción de suspenso se arma gracias a las preguntas que va sembrando, regando y renovando el hilo del relato, a medida que avanza. Lo aparentemente azaroso es, a veces, deliberado. Las cosas están ahí puestas porque cuentan, aunque uno llegue a la verdad de la historia intuitivamente, aunque no siga ningún manual que dictamine que al minuto quince tendremos que propulsar un acontecimiento que cambia el rumbo de la acción y que dispara un giro en el personaje, o que al final todos deben haber aprendido una lección. Ahora bien, la información no debería ser un manifiesto que un personaje declama frente a la cámara, para explicarle a un espectador completamente pasivo de qué se trata la historia (y a veces, algo igualmente espantoso, cuál es el mensaje moral que debemos interpretar de lo que estamos viendo). Howard Hawks citaba a Hemingway: “Hemingway lo llama lenguaje oblicuo. Yo lo llamo tres bandas, porque golpea primero aquí, luego allí, y luego más allá, hasta dar con el significado. Las cosas no se dicen por las buenas.”

Imaginemos que somos los dichosos guionistas de El Graduado (fue una dupla: Calder Willingham y Buck Henry). Observemos al joven Ben, a punto de tirarse a la piscina con su nueva escafandra, mientras los padres y los amigos de los padres lo aplauden y festejan, y todo es un escarnio.

EXTERIOR, Jardín de los BRADDOCK, DÍA

 

Etcétera. El modo en que escribimos una escena (las acciones, las alianzas múltiples entre imágenes y sonidos) orienta la mirada del director sobre ese dispositivo que estamos creando, el cosmos de la historia. Si hablamos, por ejemplo, del snorkel de Ben, y de su mirada de pánico tras la máscara, probablemente estemos sugiriendo un primer plano para contar el instante. Si aclaramos que el sonido circundante se apaga totalmente y que sólo oiremos la respiración pesada de Ben, estaremos interviniendo directamente en el segundo y el tercer alumbramiento de la película. Claro que si no vamos a ser los directores de esto que hemos escrito luego el director puede decidir que la idea era muy bonita en el guión, pero que en los hechos no funciona, y uno deberá saber que esas son las reglas del juego. Faltan dos alumbramientos todavía. Habrá que ser paciente, y confiar.

 

 



[1] Inés Bortagaray (Salto, 1975) escribió diversos guiones para televisión y cine. Entre otros, escribió El fin del mundo, junto a Adrián Biniez; Una novia errante, junto a la directora, Ana Katz; La vida útil, junto al director, Federico Veiroj, y Gonzalo Delgado y Arauco Hernández. Publicó sus libros de ficción Ahora tendré que matarte y  Prontos, listos, ya. Integró los volúmenes Pequeñas resistencias 3, Esto no es una antología, y la compilación electrónica El futuro no es nuestro. Un cuento suyo apareció en la revista Zoetrope All-Story.

 

[2] Endaha: triángulo simbólico y foco místico que enuncia furiosamente Scott, el hombre que le enseña a manejar a Poppy, la feliz protagonista de La felicidad trae suerte, de Mike Leigh.

 

 





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